Apoplejía de los árboles
es la tarde con las montañas de telón,
amor desenfrenado sin ropa a mitad del lago
-en ese botecito de remos donde nos desnudamos-
y el viento siempre silbando nuestra infidelidad.
¿Amor de unicel o de celofan? Ni flores ni chocolates.
La sintonía es nuestra farsa allí donde remolcamos
el ropaje de los años turbios que nos separaron.
¿Objeto del deseo? Amores con cicatrices ya de viejas
podredumbre de lo inverso: tu juventud y mí vejes.
Nuestra vejes y mí juventud, tu vejes y mí juvenil pérdida
de dirección y prudencia. Todo atardece y las montañas lo saben.
El río ya quedó atrás cuando nosotros somos tormenta.
Lacia la calma se esparce y el golpe de placer
-el bote se mece por nuestras acrobacias-
es la tinta de tus gritos y mi sudor: fantasma
el maridaje de nuestros alientos quebrados
por los años que fuimos madre e hijo sin serlo
y por los días que nos hirieron
y por el amor imposible que hoy realizamos.
Todo es gris en las nubes y la tormenta somos nosotros
que conocemos nuestras edades y nos lamemos el dolor
para hervir nuestro deseo y columpiarnos
-el bote queda tranquilo después del orgasmo mutuo-
en el interdicto que rompemos al besarnos,
al amarnos,
al chuparnos,
al buscarnos,
al tenernos,
al romper los códigos
y ser tormenta de un amor ya viejo
que era imposible igual que nuestro beso.
Encima de todo la tormenta que somos
-el bote es ya un rayo de sol que se extingue-
correr de las personas que nos unieron
que nos separaron
que nos juzgaron
que nos invitaron a ser esta tormenta que somos
este vaivén a mitad del lago desnudo como nosotros
-en el bote no tenemos más cobija que nuestro abrazo-
presenciando el seto que en la costa es apopléjico.
Nosotros carecemos de quietud porque somos lo prohibido.
Pero tú eres el arco de la tormenta
y nosotros somos la flecha de un Cupido
cansado de decirnos: ustedes no deben amarse.