Hace miles de segundos
la crispadura del alma
cobró insultos al sentido,
sentido de ser alguien
como persiguiendo aves,
perseguir incluso —éxito
riqueza y fama— a contra pelo
del tendón único del eros universal.
Tumefacta la memoria escolló
rostros de tiempos de guerra,
prefiguró esos millares de segundos,
construyó un jarrón de excusas,
cortantes, para componer el flagelo
mismidad de la torcida mezquindad
—aurea la imagen del infante que fuiste
extraviado en juegos y elucubraciones—.
Al fin, remanso entre tempestad de festejos,
la lontananza mantuvo intacta, por fértil,
la oferta misma del indómito camino:
bestialidad fue mencionar acaso
el sino desfigurado del presente,
como maquinaria aceitada, constructiva
y autómata, industria misma del verbo,
espécimen floral esa bocanada de hachís
—ausencia de silbidos por la función decrépita—
espasmo íntegro, el eco constreñido del andar.
En cuanto faltó la gloria, el reconocimiento,
sufriste entonces, un alguien tomó tu cicatriz
y la hizo estiércol emotivo, como si fuera
una ramplona versificación fallida del siglo XV.
Y no hay más que un refugio lúgubre
instinto trepidante, interior tuyo, mazmorra
identidad que surca las estrellas del conformismo.
Adiós fue montar el trozo de tu personaje,
el papel prefijo del cutis esbirro del corrupto
mantel donde tú eras el patrón contumaz,
el ansía misma de frenar una otredad impostora,
porque las rendijas aromáticas, nombraron en ti
una ficción irreemplazable, fue trotar hacia el monte
que dimanaba la acritud de tu voz y tu alma quería
colapsar un tropel de angustias, pero te fuiste
y hoy levantas tu erguido orgullo como un pañuelo
para despedirte noctámbulo de la pocilga del hoy.
Categorías:Rómulo Pardo Urías escribe