Acaso de existir los cánones literarios se trataría de una antigua, prolífica y ancestral data de registros alfabéticos que según épocas, temas y formas discursivas lograría amalgamar lo que puede y merece ser “creado”. La alta literatura no podría prescindir del conocimiento profundo de las tradiciones literarias. Los grandes maestros de la literatura lo son porque conocen dichas tradiciones. Borges si mal no recuerdo decía que no hay nada nuevo bajo el sol. Si no hay nada nuevo bajo el sol ¿para que conocer causalmente los precedentes de un género tal o de un tópico tal o de una tradición tal? Rescatando entonces lo propio de un pobreza alfabética, de una pobreza del conocimiento de canon cualquiera, el lumpenletrado inventa, produce, crea. Se mueve en el territorio de la distemporaneidad: lo destemporalizado. No es tampoco una innovación léxica lo propio de la lumpenletrades.

Se trata de fárrago inservible, sí, como una distorsión abismada, tendenciosamente infantil, naif, incluso. Y se trata también de la interpretación anacrónica del ego, de la desproporción rotunda que surca lo inférfitl de los márgenes neologistas. Fárrago en una postura de asco mental por la pulcritud y la distinción reticulada del ser y de la realidad. Profundo hartazgo inverosímil.

Cuando destaca la manía por encima de la voluntad se explora ciertamente una fabricación petulante, ignorante, disforme, colapsada. El fárrago lumpenletrado es una forma cíclica de intentar acceder a un mercado de bienes literarios desde la miopía obtusa del desconocimiento de canon alguno.

Y ahí está la famosa querella entre antiguos y modernos: ¿valen más los clásicos que los del presente? Por ello la alternativa lumpenletrada es la distemporaneidad, un destiempo, una síncopa. Mutilación siempre, para no alcanzar cúpulas artificiosas, para interrogar desde la efervescencia de un perfil caduco, saturante de autobiografía, indómito de revisionismos a medias.

No es una estratificación marxista de la creación literaria la que induce a incurrir en esta tipología. Es más bien la frustrante imagen de una existencia letrada raquítica, en ascenso, dudosa. Entre los años que pueden remontarse  a las pulsiones del fracaso psicoanalítico clásico, lo lumpenletrado induce a considerar que no hay más que participación social o capitalismo alfabético. Lo alfabetizante es más proporcional a esa pobreza del conocimiento canónico, como la cicatriz esteril de un profunda emblemática sonora, la de la clave de sol y la rítmica cuadrada.

Farragoso entonces es también el escrutinio de los intentos por ahondar en diálogos que mutilan el ímpetu creador, pero que también lo posibilitan, contradictoriamente. Al final de la jornada lo único que resulta de lo lumpenletrado es una intraducibilidad absorta, desvencijada, rotunda como vestido rasgado en un picnic. Y el fárrago responde a lo innecesario de la no comunicatibilidad del ser.

Todo en clave sapiencial, todo initeligible, todo expresado en esa pobreza del mal pensar, del torcido pensar, de una racionalidad carente, insalubre, patética. Al final no se ganan lectores se pierden lecturas.

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