Entre dos ámbitos
la urdiimbre
nuestra remilga
de los ayeres
en el pastizal de la historia.
Nuestro silencio
saltar a los atisbos seguros
de la incerteza.
Contra flujo el destino
corroer los instantes
con el óxido de la memoria.
Todo imanta soledades.
Como la fibra del árbol
erguida y flexible
la marea de los seres: encima de los soles
cantamos las costras del día
entumecidos, en el silencio ruin de los escombros,
de los escondites, de los antepasados
idos al campo santo.
Si de la campaña que es nuestro marcar
las sensibilidades
logramos embalsamar los tactos
es porque de la cúspide que escribe
nuestro nombrar las orillas del verbo
esparcimos los resquicios de sal y miel
que nos atañen.
Pérdida de los eclipses sociales
nuestro intento radica en el callar
los andamios politiqueros contra el espejo
de las generaciones.
Fluctuamos en el intersticio de los segundos
como mariposas aleteando
en una tormenta de invierno.
Nuestra marea es un bosque de símbolos
que esconde el fértil axioma del estar.
Apoltronados escanciamos la copa de la vida
en este ducto de macabras intentonas:
el decir mucho cuando nadie escucha
como el decir torpe de los niños
cuando son amedrentados.
Languidece el instinto de nuestra compaginación
esa ruta de mar y pescado que es introyectar
nuestra playa de ideas, nuestro ajetreo de silencios.
Un columpio nos esculpe la voz
una imagen nos remienda el alma.
Somos los que un día,
el que se fue, iremos duchos
a tender la cama del dolor.
¿Acaso en las mitades de las hojas blancas
hay escondida otra cosa que silencio?
Nos desbancamos en la lujuria textual
arremolinando el tejido emotivo a las lanzas
de la guerra, este acto que nombra y dice nada
como el esbelto trance del ritual de la escritura.
¿Cantaríamos con la neblina de los textos
la balada de los sin nombre? Nosotros, sí,
que en el refugio telúrico de la máscara
maquinamos la urdimbre —firmeza de un ethos
radical— nos complacemos con el salto
inverosímil a la cuneta de los astros.
Como los anteriores nos creemos únicos
pero somos iguales.
Una vez que cedimos a la tormenta
escribir es un suplicio, un mendigar
los atisbos impropios de la otredad.
Existe un almacén de voces y palabras
que nos indica seguro el fugitivo tropel
de vacuidades engendradas: aguarden
ya es tarde para ir por un helado.
Toda la secuencia se pudre aquí,
allá, donde la vida es un video juego,
los terrores del signo no embelesan.
En cuanto acabamos con la intriga
la intriga nos acaba… y respiramos.

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