¿Alguna vez ideamos
cantos y fatigas
para dejar en el tiempo
aromas enamorados?
Cada verano escribe
nuestro signo certero
que es vivir, reverdecer,
en este desquiciado instinto.
Culturalmente nos escondemos
porque nuestras ideologías
caducas ya son abono
de otras otredades.
Perdimos cada segundo
los remilgosos actos
en la quebradiza longitud
de la cortina que son nuestros recuerdos.
Nuestro tiento esquivo
amalgamó las rendijas del ser
en el cuchicheo de los astros.
Contra el infértil sentido
de las catástrofes
esgrimimos axiomas de lentejuelas
y caímos silentes al encanto
de los atardeceres. Desempolvamos
los dientes que de viejos fueron
roturas y en la acción de comer
el mutismo nos hizo
parecer animales porque toda
la historia de nuestra especie
es una podredumbre rancia.
¿Engendramos idiomas en otras
eras y convencimos a Dios
de nuestra rebeldía
como soplos entreverados
con el humo de cigarrillos?
Sí, fuimos los torpedos
que destruyeron el templo
de lo sagrado, imantamos
los marfiles fútiles de la duda
y en nuestra boca quedaron los quistes
salubres del alfabeto
porque en el rincón mismo
donde escondieron nuestros huesos
—los de nuestros ancestros—
una mágica guarida esparcía en nuestro
interior las maromas efímeras del cielo.
Cuan lejos estuvimos de la métrica
de los sentidos al invocar en nuestras hogueras
los días gloriosos de excesos y correrías,
cuan turbia fue nuestra condena
a inscribir en oro el nombre propio
de la divinidad, cuan torpe nuestra cabeza
dibujó con la mirada las grietas
apoltronadas de una eternidad fugitiva
y escurridiza. Porque al final del día
en nuestros rincones ahumados
el silencio recobró su forma
y las caricias perdieron su simbolismo,
porque en la encrucijada de los mendigos
donde la Esfinge rugía, nos acurrucamos
a dormir el sueño alucinógeno
de la Historia y ahí fue donde quedó
nuestro aliento petrificado en las lindes
de la sombra que nos auxilió para ver la luz.