La inocencia es restrictiva
como la hora del rocío
pero sus lindes promulgan
ese silencio risueño del alivio.
Cuando crecemos depuramos
las cornisas de nuestros ojos
porque existe un sin fin de hechos
que nos hacen provocar
el accidente de la consciencia.
Nuestra pérdida de la inocencia
es una bola de cristal que se rompe
y sus esquirlas conducen
al enfrentamiento con el universo:
los mundos nuestros flaquean
contra el espejo de los días,
cabalgan inciertos
contra la eternidad innecesaria…
y caemos a un destino que según fabricamos
pero no, no es todo nuestro,
no somos todo poderosos,
no. Nuestra inocencia quebrada es una símbolo,
un tránsito a otra vida, otros instantes,
el desenfreno pueril ha quedado
encapsulado en el tibio recorrer
de unos pechos que amamos.
¿Acaso en el horizonte
esparcimos melodias populares
porque en nuestro interior
—roto de inocencias—
los recuerdos atisban requisitos
para ver en la noche algo más
que un peligro? Nos escondemos
siempre en la máscara de los años,
de las personas, del deber ser.
Y caemos precipitados en los instintos,
nos fabricamos historias,
narramos los escuetos trances
del amanecer en los brazos amados
pero descartamos el ocaso de nuestra inocencia
como antídoto a la película
que somos. Entonces nuestras melodias
—ese soundtrack enigmático e individual—
esparcen motines de recuerdos
porque construimos enjambres de memoria
y nos perdemos en el trajín
de lo inolvidablemente oxidado:
nuestro aliento comulga con las pispiretas
señas de los abecedarios que no aprendemos bien.
Entonces la medida de los cielos,
las reglas de la cordura,
nos engullen, nos devoran,
nos trituran: encinta nuestra mente
pregunta y no logra entender.
Toda la pieza de nuestra vida
responde a un teatro insomne
y nuestras caricias acobardan
el insulto y las esquirlas de nuestra inocencia
provocan en otros ternura, en nosotros
una angustia que no cesa, un culmen
de derrota porque triunfamos,
porque crecimos, porque nos indemniza
la vida con encuentros y pasiones.
La factura de cambiar a una existencia
prófuga, incierta y hostil, es un registro
de que ha quedado atrás el camino
de los tientos, el sembrar las costumbres
en nuestro habitual andar, traspasar la línea
fugitiva de los años y decirnos entonces
hombres, mujeres, adultos.
En vano dedicamos al minuto
exacto un suspiro o una melodia
porque al final desearíamos
recoger esas esquirlas de inocencia
y volver a construir nuestra esfera de cristal
para sentir que nada nos amenaza,
que nada nos vulnerará,
que somos aunque parte y estructura
del regazo materno o la protección paterna.
Pero no. Y nos enfrentamos entonces
a la consciencia, siempre minúscula,
siempre difícil, siempre dolorosa.
Pero sonreímos y vemos en la vida
una esperanza para alcanzar
el hilo de nuestros sueños.
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