¿Es aquí un paraíso
donde se ha erguido
la sombra de la sangre?
No hay remanso ni tregua
en este azar de muerte.
Nadie cambia, nadie permanece.
Al contrario, sigue el mutismo ruidoso
del ataque: la tristeza nos surca
los días, los días nos esconden
la paz, la paz nos enquista
esperanzas de otras formas de vivir.
En cambio la razón desquiciada
tuerce de violencia lo cotidiano.
Nos asombra el torpe andar de las preguntas
¿dejarán de cazar a las mujeres?
¿dejaremos algo más en este mundo
que la herencia de un salvajismo
ruín, mezquino y desalmado?
No hay tregua ni tiempo,
hoy también muere alguna de ellas…
y nosotros en un cómodo remanso,
de anonimato, callamos, cómplices
en esta necropatía, en esta terrible
pesadilla de milenios. Olvidamos
el matronazgo, primigenio,
olvidamos dónde crece la vida,
olvidamos ser personas y no instintos.
Esta y todas las formas de someter
son iguales y en el horizonte
las falsas promesas políticas,
las desigualdades, la atrocidad,
encabezan los acciones
de hombres que tienen madre
o abuela o hermanas o primas,
que matan a la inocente, que ultrajan
los cuerpos, que mandan el mensaje
de la impunidad y del dolor.
No hay tregua y no es la crisis de la razón
la que somete a su carril la línea recta
de la violencia: en cada atisbo
de luz que resplandece en el cielo
debería haber algo más que resignación.
¿Dónde el amor y la comprensión
son tesoros mayores a las instituciones?
Nada queda ya en este desahucio civilizatorio.
¿Nos quedaremos callados?
No hay tregua, hay guerra y ellas son el objetivo.
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