Es lo común decir yo
hoy: conectados por pantallas
se ha impuesto el telematismo.
Han salido a escena una totalidad
de sujetos, en busca de la conquista.
Algo está mal en nosotros desde el inicio
de la historia y los tiempos.
Nos colocamos en el sitio del yo
encadenados a un identidad fijada
por nuestras hazañas.
No somos nadie ¿lo olvidan?
Un hombre de blanco
nos perdona a todos
¿acaso su perdón llega
a consolar? Jóvenes en todas direcciones
comulgan con sus performances.
No somos nada y lo hemos olvidado.
¿No enciende el encierro
los fantasmas del juicio?
Creemos estar y no estamos,
queremos salvarnos
pero no salvamos la distancia
de nuestros actos.
Pagamos una factura de siglos
y somos cifras en la estadística
porque olvidamos y creemos
que al encender la pantalla
estamos ahí, con otros.
No recordamos, porque hoy no podemos,
el centro de la hoguera convocante,
no recordamos el relato
en esta tiranía de luces falsas.
Olvidamos que el sol es nuestro padre
y que morir no es un castigo,
que no hay vida futura,
que el infierno es aquí, siempre aquí.
Una totalidad de sujetos arremete desde su confort
a otra totalidad de sujetos espectadores.
No, no somos nada ni nadie, pero creemos
que por tener un signo zodiacal,
que por tener un cierto don o talento,
que por justificarnos como parte
de un gremio, merecemos atención.
¿Qué distante el torcerse hasta romperse
de la frágil ínsula del reconocimiento?
Por eso existen las religiones y en el abismo
profundo del capital, de la producción,
olvidamos que no somos nada.
Un atisbo de muerte está erguido sobre la humanidad
y preferimos ser protagonistas
que abandonarnos al sin sentido de la pandemia.
No es el riesgo lo que vale
lo que vale es ser alguien en la vida,
ser alguien en el mundo,
lo que vale es ser un ego
en un sitio donde nadie más puede ser
ese ego. Lo que vale es una individuación
también enferma, que nos hace olvidarnos
de la vida porque cambiamos
posturas políticas, fajos de billetes,
reconocimiento y grandeza
a cambio de que nuestros viejos mueran.
Porque no es el fin de la vida sino de un tiempo
irreconciliable con la faz de lo común.
Porque olvidamos que genios como Mozart
acabaron en la fosa común,
porque sabemos que en el fondo
no estamos en los planes de nadie ni de nada
porque fuimos engendrados en un fugaz instante
para creer que con nuestra vida
alcanzaremos la eternidad.
Pero no, lo eterno nos distrae del silencio
del presente, cuando es ruido
el signo de nuestra inmensa luminosidad
ficticia. Porque cada mañana saldrá el sol
aunque nosotros dejemos de existir.
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