Aquí hay un vestigio tímido de los días en los que podíamos construir sabiamente, serenamente, profusamente. En las lindes del Apocalipsis escribir representa una fórmula torcida de educar el instinto salvaje por la cultura. Pero lo que nos enquistados es algo como una pócima de mitades de identidad, una especie de poltrona que desperdicia nuestra quietud en las fauces torpes del silencio. Como estamos extraviados en un sin número de estímulos y caemos en el hecho distemporáneo nos promulgamos actores de letras e ideas, de símbolos y signos improcedentes. Al final de las noches nos levanta el sol pero mantenemos los sin sentidos de las profusas indirectas que inscriben en nuestro andar, en nuestros andamios vitales, una tipo certero de mancomunada receta. Constreñimos suficientemente nuestras voces porque en el océano de las culturas nos encontramos aislados como partículas y corpúsculos sólidos de nostalgia. En el sembrado instante que nos remata como goleador argentino estamos casi escondidos contra el pelaje de los años. Una especie de atisbo elocuente parece asomarse en nuestra vida cada vez que perdemos las líneas de lo cotidiano y en la sorpresa extraordinaria emblemas de roturas en el corazón indican rutas posibles.
