Ocasionalmente hablad de las lindes prófugas, sacrificiales cúspides de actuación inverosímil, manantiales de lóbregas siluetas estampadas en el viento. Hablad si os indica la marabunta el tiempo de la lluvia. Es decir mucho el callar el nombre de los testigos, para la vida es todo si quietud el emblema del hogar, remanso soplado en la tormenta el desquicio axiológico en los colores sibilantes. Si habéis tocado en sí la faz de pesadillas insignes acometed el trance en tránsito a la cordura cuando incumplid la bocanada apestosa sea dictar las resquebrajadas migajas de la luz. Escuchadme, os mostraré la maroma en la que todo es una fértil campanada muda, ese fuego y esa leña que inculca todo nuestro andamio cultural, igual que si afuera el invierno nos mutila y la vitalidad consigue dos millones o más de estrellas en el firmamento. Esparcid las huestes fugitivas en donde caben galopes del tiento abismal que nos socorre. ¿Incluid la sopa en la negativa lista de la despensa porque dentro de poco los jamones serranos dejarán intacta la pálida esencia de los silogismos? Bebed, soplad, instaurad las premoniciones torcidas ante el simulacro reverberante, florido, campestre, que es la soledad del sol y de la luna, de la tierra y del magma, de las cornisas espurias donde anidan las aves enquistadas que son marea infértil de cariños. Por si acaso, intuid el signo propio de callejones y romerías, como se intuye una fiebre cuando el aumento del capital indomable constriñe su metafísica auspiciada por las rendijas futuras de la mortandad. No olvidéis ese rumor que entona las habitaciones nocturnas del desequilibrio, es decir, recordad que de día se puede hacer el amor, pero en la madruga se pone el pan al horno. Por si no tuvierais complicidad con los esfínteres del pasado, asombraros por el tinte mismo con el que la fibra acústica impele a sacudir los recintos marmóreos desfasados, cuales sin nombres de orfandad puestos en venta, esclavitud si tropel de ruido, sin sentido siempre, tormenta baladí. No olvidéis el asunto craquelado en la mustia sensación veraniega, como si una boca torcida en su mueca de dolor pudiese consultar el oráculo chino y desmontar el himno que os acomoda cuando recitáis escolares imanes de corazones rotos. Encima de las nubes —y si cupiese la nubosidad en nuestras fauces— los torpedos divinos acusan de diabólico la simple balada de los ríos, pero también de sangre los mares se recubren en la ventisca conductual que nos atañe. Inclementes consideraciones a la fugacidad del destino, si ocaso en hotel de cinco estrellas frente al mar noches de arrabal ¿o no? Es mucha la cicatriz que deja nuestra impronta contumaz en el historiográfico proceso desmonumental mediante el cual os solicito solicitar una cita en las oficinas ramplonas del contubernio injusto donde la vida es la magistrada que nos soporta y nos reclama, que nos calla y nos hace sentarnos a comer helado el domingo en la plaza, aunque sea un recuerdo de otras vidas y otros tiempos, porque el helado se ha caído al piso y lo chupa un perro. Os impelo a sacudiros el pelambré que teje la memoria desde la señalática del corazón, porque si acaso os encontrara en el rincón del pastizal del olvido, vuestra cara permitiría consagrar al minino corajudo la histeria que sacude el porvenir.

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