Desde la postura de Sloterdijk vivimos una edad poshistórica. ¿Eso anula los estudios históricos? Creo, personalmente, vivimos a través de la metafísica internética una edad distemporánea. La condición distemporánea no es nueva, pero se ha exacerbado gracias a la metafísica internética. Más allá de los hitos cronológicos culturales humanos, en cierto caso los euroasiaticoamericanos, la datística distemporánea nos permite comprender el conocimiento profundo y cierto de cúmulos culturales que atraviesan los tiempos. Por eso vivimos en un destiempo —algunos dirían una distopía temporal— porque finalmente es posible acceder, más allá de la visión causal, a esta serie de materiales culturales. En esa medida, cuando en el siglo XX se estudiaba la edad medida, la antigüedad, se construía parte de ese espíritu distemporáneo, que no es otra cosa que la pugna contra la actualidad de las cosas, el rescate fiable y cierto de otros tiempos y no exclusivamente el presente. Historiográficamente es importante esto porque el ser humano no ha dejado de construir y crear cultura, pero bajo el signo de los tiempos de la modernidad, lo innovado prima. En ese tenor parece anacrónico estudiar la Edad Media en el siglo XX, o estudiar la ilustración en el siglo XXI, o estudiar al Corpus Juris Canonici en pleno edad internética. Pero eso es el destiempo, una búsqueda anti-innovada o al menos contra las modas y los modismos, contra la última vanguardia de las modernidades. En sí, se trata, en la condición distemporánea, de todas las posibilidades que la metafísica internética permite, como dislocación de las causalidades y las cronologías, como acceso posible a un cúmulo de tiempos infinito a través de la cultura. Cosa distinta es el tradicionalismo y las tradiciones, en tanto representan un conjunto de saberes acreditables en términos de legitimidad académica o institucional, pero que no necesariamente advierten las condiciones de modernidad en los hechos y la cultura. En todo caso, con la condición distemporánea lo que queda evidente es la no-unicidad de las modernidades, es decir, más allá de los modismos y las modas, la recursividad expande los hechos y convierte en actual prácticamente cualquier cosa. Eso no niega el valor de la historiografía, la crítica textual y el conocimiento de los cánones tradicionales en términos disciplinares, pero eso sí, amplía la dimensión que trastoca un presentimos actualízante a una historicidad ampliada, profunda y fértil. Porque desde el giro poshistórico tampoco es dable la negación del tiempo y las cronologías humanas, en sí movidas y dislocadas a través de una desunidad de tiempo, una distemporaneidad, como eje vertebrador de los hechos culturales. En esa medida, el destiempo no es signo de un anacronismo ni de una teleología unívoca, porque al final la teleología del ethos internético es la novedad, la moda, la tendencia, pero en el humus de las modas trasladadas a los hechos culturales, los hechos discursivos conquistan el acceso a tal destiempo, a ese sincopado acto de apreciación de las edades, los hitos, las cronologías, los hechos humanos, dentro de una perspectiva global. Por ello, cuando hablamos de la condición distemporánea, hablamos una dimensión en la cual es vigente un estudio profesional de 11930 y de 1999, con sus matices interpretativos, pero que dada la metafísica internética —no nada más visual o audiovisual, sino documental, numérica, etc.— los hechos culturales pueden ser apreciados en su condición de un transtiempo, un tiempo que atraviesa todo, en una obsesividad por la documentación, por el vestigio, por la huella, pero que dota de significado los hallazgos y las monumentalidades. En esa medida, lo distemporáneo incide como una fórmula cierta cuando es posible acceder a información, mayor o menormente legitimada, sobre todo el decurso de la humanidad en este presentismo metafísico internético. En esa medida, lo distemporáneo nos permite leer sobre la antigüedad grecorromana, escuchar un blues de los años cincuenta, ver la película Requiem por un sueño, comprar aditamentos para nuestro auto, todo una serie de estratos de tiempo y temporales que se empalman en el presente. De ahí entonces que la filosofía de las formas digitales —o electrodigitales— sea crucial para asumir que dentro de nuestro presente ensanchado y ampliado el acceso a cualquier edad de la humanidad es real, verdadero y cierto. En ese tenor, además de la poshistoria, estamos ante la posverdad, porque en el fondo podemos encontrar información que no sea fiable, ni verídica, ni comprobable, pero que nos impulsa a construir una idea, falaz a partir de las opiniones, de las doxas, sobre los hechos presentes, pasados y aun futuros. Porque en el fondo no perdemos nuestra condición humana, aunque hayamos perdido, paulatinamente, nuestra naturaleza, porque la final quedamos insertos en una retícula informativa e informática que nos satura, que nos sobre pasa, que no puede ser exhaustiva.

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