Sí, contra marea de lo no dicho, verbena tangencial, esta figura atónita, demiúrgica, melómana, de días fugitivos, de manecillas rotas, indemnes como eternidades mancilladas en la poltrona veraniega. Lápices de imágenes columpiados como toneladas de viento en la superficie de la mirada absorta en el ventanal de los hechos, significante abrumado de pieles rizadas en mantras acuosos. Mutismo luminoso que tranza los años enquistados con espigas fumadoras hacia túneles masivos. Las tercias densificadas contraen sitios a las mareas ruines del perdón, contra aliento despistado en textualidades abiertas pero jamás configuradas en géneros profusos dentro océanos simbólicos. ¿Por qué siluetas perdidas desearíamos pastar los átomos ensangrentados de las hogueras y las cacerías si lo eterno nos impele a la marcha esbelta de la historia que nos escribe la seña misma de lo efímero? Nadamos prófugos de trances radiolépticos con muchachas rigurosamente modeladas por fetiches y estereotipos, surcando las avenidas absolutas cuyos nombres abandonamos el pérfido insigne motín del desconsuelo. Porque en las noches religiosas hacemos como una cucurucho y nos escondemos de los Santos y las liturgias, porque nos dicen siempre haz esto haz lo otro, pero existimos como reliquias futiles, nimias, indómitas, absortas en un salvajismo inconsciente e inmaduro. Pero nos radicamos en el free Way etnocéntrico y la autopista civilizadora nos hace renunciar al embeleso poético para debilitarnos silentes, adornados, conquistadores de virginidades cuando somos pedazos de trozos de pequeños niños en cuerpos masculinos con traumas, dolores, experiencias no trascendidas, para finalmente causar heridas y daños. Porque no tenemos en nuestro haber un rinconcito de dicha y paz, un mínimo de coherencia, una faz llamada integridad y sentido común. Porque al final del día es más que el Padre Nuestro lo que nos hace falta, nos hace falta entender que la boca no es para cantar ni para hablar, sino para comer, que las manos no son para pintar ni para escribir, sino para trabar y tocar y sentir, que los pies no son para bailar y saltar, sino para andar, como nos falta ese primitivo arte, que no puede ser arte, de lo simple, de lo más sencillo, lo más humilde, sembrar, cultivar, hacer de la tierra un campo de vida, no obras, no productos, no industrias, no hechos materiales, sino vida. Encima de todo olvidamos siempre, lo que siempre generalizamos, porque al final no podemos entender que toda teoría es gris, que eso que le teorema exige ya no es necesario en la concreción particular de la vivencia, que la experiencia es oler la flor y espinarse la mano, que es saltar el río y caer en el y mojarse, que es doblarse de dolor por la mordida del perro, que es gritar cuando se ha extraviado uno en el bosque, que es ese remedio y antídoto de la hoguera y la calidez del hogar. Eso es destituir el olvido de las máquinas y las industrias y los ecos reverberantes de la mecanización, el maquinismo electrocutante, agobiante, informático, hypormodernista. Pero en cambio nos escondemos exponiéndonos al mundo y dejamos de ser algo y alguien pero en sí olvidamos todo eso que somos y todo eso que nos nutre y dejamos aquí, en esta metafísica internética, en esta metafísica web, todo lo que podemos, todo lo que deseamos, todo lo que construimos, instantes, tendencias, eventos, virulencias, todo, eso humano, cultura, hechos, información, pragmáticas subjetivas atómicas, atomizadas, atomismos de personas que convergen en hechos y formas y elaboraciones y posturas que son y dejan de ser y vuelven otras y son flujos, reflujos, mareas, torceduras de lo que ya no se pueden hacer hitos. Al final, siempre, la destitución del olvido, ese prófugo instinto por memorizar, entronizar, monumentalizarlo la rememoración, lo que se vuelve el lugar común, políticamente correcto de dar voz a los sin voz o de quitarle la voz a los hegemónicos y de un etnocentrismo invertido subalterno o de estas pugnas y luchas históricas, de tiempos ancestrales, luchas de élites y hegemonías que vienen de otras épocas y que persisten y siguen y continuan y toda esa mitología de la crisis y la crítica y la innovación y la novedad y lo efímero y lo perdurable y lo instantáneo y lo duradero. Sí, porque al final dicen ni perdón ni olvido, pero se instituye lo olvido, se olvida lo otrora legítimo, en esas vueltas siempre categorizadas, siempre recicladas, siempre dominantes y dominados idos y venidos en los designios de la ahora macrópolis ecuménica. Siglos y siglos y siglos y siglos, registros, registros, registros. ¿Dónde están las flores que debían adornar la graduación de las pantallas?
