Dice Wittgenstein que no hay que hablar de lo que no se sabe, preferible callar. Lyotard añadiría que en las lógicas de los juegos del lenguaje las estrategias novedosas ya no son las preferentes sino que sean nuevas, verdaderas e informatizadas. El recurso constante a Foucault en su inabarcable obra me parece esclerotizado según los usos y abusos de formas escolares que lo promueven a ultranza como santo patrono de la crítica. Al final, tampoco la postura de Habermas es laudable ni mucho menos se salva del esclerotismo. Los decoloniales podrían intuir desde ya el perfil eurocentrado de este punto de partida, para ellos, tendencia de moda académica en sólida contradicción de autoritarismo intelectual, formados en las escuelas del norte. ¿Qué sería la crítica? Alguien que no ha experimentado un brote psicótico o una crisis de salud mental habla muy distinto del mundo y de las relaciones sociales que una persona que ha pasado por ella y, mejor aún, la ha superado. Pero aquí no es el criterio de la experiencia lo que dota de sentido la dimensión real de formas de crisis histórico-sociales. Si para los decoloniales es un error hablar hacia, desde, por, para, con, frente, ante, sobre lo eurocéntrico, también su teorización de lo eurocentrado, y su anticentramiento o descentramiento etnificado, ostenta un rasgo maniqueo. No se trata de negar la heterogeneidad ni la diversidad cultural, pero tampoco de las formas de teorización que se instuaran como nuevas modas interpretativas para acaparar los significantes y la economía política de los signos legitimados convencionalmente. Una cosa es la idea eurocéntrica decolonial y otra la plurietnicidad del territorio denominado ‘Europa’, plurietnicidad mal entendida desde la antigüedad clásica hasta el siglo XV.
La experiencia de la conquista hispano-portuguesa entre los siglos XV y XVIII en el atlas del sistema mundo igualmente niega la plurietnicidad de estas coronas y estados. Y es a raíz del legendarismo negro hispanófobo, por ejemplo, que se construyen los relatos de los vencedores y los vencidos al interior de la historia cultural, ideológica y mental respecto a las duplas modernidad/posmodernidad, conquista/colonialidad, dominadores/dominados, en sesgos muy vigentes respecto a formas de pensamiento académico, tradiciones disciplinares y elaboraciones interpretativas. Pero antes, y mucho más modesto, que una crítica al ideario decolonial o postcolonial, con sus valores y virtudes, junto con sus abusos y excesos, el problema aquí, para mí así planteado, es el de la autofalacia de desinterpretación. Es decir, el acto negativo de interiorizar la episteme posmoderna. Porque antes del giro decolonial fue el giro posmoderno, aunque como el mismo Lyotard lo dijo no se trataba de una explicación causal.
La mitología de la diversidad cultural como argumento político, cultural, educativo, económico, artístico, etcétera, parte justo de la anulación positiva del autoritarismo de las modernidades históricas, cuando lo que no asumen los posmodernos, en su crítica de la modernidad, es que sigue existiendo como fenómeno vital, social e histórico, dentro de un espectro de estratos sociohistóricos no invariables. Esas modernidades históricas, dentro de las cuales hay una modernidad posmodernizada y una modernidad global, una modernidad digital, una modernidad necropática, entre otras, dejaron de ser acumulables para convertirse en una modalidad diaspórica de sentido, significado, significante y referencia. De ahí, por ello, que la interiorización de la posmodernidad remita a una carencia de compromiso político cuando justamente, a partir de su reconocimiento de la diversidad, la episteme posmoderna recopila de las experiencias de esa diversidad, muchas veces politizada, su base empírica de teorización.
La negación de la interiorización de la episteme posmoderna no representa una versión maniquea y antagónica ni de las versiones posmodernas ni de las versiones poscoloniales o decoloniales, ni representa la negación de la diversidad cultural y el principio antropológico de la diferencia cultural como patrones para el establecimiento de pautas de conductas en la aldea global. Lo que la negación de la episteme posmoderna significa es una crítica al ultraposmodernismo y por reducción una anulación de la condición posmoderna a partir de los estratos de modernidades históricas, no acumulables pero sí omnipresentes diferencialmente, injertos en una malla de pluriculturalidades infinita.
Pero si la posmodernidad, además, se centró en los juegos del lenguaje y en las tan ancladas figuras críticas de la modernidad, la negación de la interiorización de la episteme posmoderna ni significa negar el atributo de las formas pluriculturales y diversidades históricas, en una retromodernidad negativa, sino más bien implica asumir el peligro de la sacralización pluricultural a ultranzas, incluso en contexto laicos. Es decir, frente al regreso de regímenes autoritarios y totalitarios respecto a una neo modernidad política totalitarista en el siglo XXI, el ser posmoderno se limita a la asepsia de su pantallismo, desde donde perfila el conjunto de sus decisiones, posturas, actitudes, preferencias, elecciones, creaciones, consumos, etcétera. En sí, por ello, la ontología de la posmodernidad, sustentada en el lenguaje, ya tampoco es suficiente para el pensamiento crítico, entendiendo a la crítica como el conocimiento suficiente de la escuela precedente desde el cual se observan sus debilidades y se perfila una nueva escolaridad.
La experiencia, entonces, de los siglos XV al XVIII en la conformación de un sistema mundo “eurocentrado” implicó, de inicio, la psicotización de las mentes y culturas no “europeas”, sí, pero también procesos de adaptación, mediación, aprendizaje y mestizaje, no exclusivamente de una afirmación pasiva de su objetividad y subjetividad dominada. Aunque el término sea mal empleado, porque desde la categoría psique, o alma, europea no puede atribuirse su vigencia en los grupos nativos dominados, sin esencializarla, eso no niega que estos tuvieran formas de vida mental, sistemas de escritura, desarrollos tecnológicos, lo que se entiende como cultura. La psicotización estribó en la destrucción de sus referentes y de su cosmos cultural, no sin una activa participación en la negociación, muchas veces no bien remunerada, de sus posibilidades culturales, sus derechos políticos y económicos, su mezcla y mixtura con formas de cultura (agrícolas, animales, musicales, religiosas, sociales, entre otras) de los “extranjeros” europeizantes. En este nivel, es de reconocer que la casuística decolonial representa útiles esfuerzos de desmitificación académica, aunque sea únicamente para ejemplificar la metacrítica a la episteme posmoderna.
La ruta que yo autofalazmente me endilgo, la de la desinterpretación, conduce entonces al traumatismo de las modernidades históricas que se convierten en modernidades en diáspora, amalgamando en la episteme posmoderna lo heterogéneo legítimo y por legitimar antes que lo heterogéno absoluto. Pero, la desinterpretación no es un dogmatismo ni está cercano al totalitarismo. La autofalacia desinterpretativa es una forma de autonegación ontológica del ego, un yo que se desinterpreta de sus condiciones históricas en su metafísica de modernidad, para exhibir este mecanismo como alternativa para insertarse en el pastiche infinito de lo humanamente humano conocido. Negar la interiorización de la episteme posmoderna, entonces, es principalmente aceptar que hay sujetos/objetos de crítica en este presente sincrónico inabarcable, que no han sido sujetos/objetos de elaboraciones críticas, para prevenir de los usos y abusos, de los fanatismos, imperantes en una visión de la diversidad donde todo es válido. La no validez de la pornonarcotecnodemocracia necropática debería ser razón suficiente para encontrar algo más que deconstrucciones proliferantes, no necesariamente comprometidas con la negación de este ethos pornonarcotecnodemocrático necropático. La apertura de los objetos/sujetos de crítica, desde mi teorización no sistemática, igualmente implica negar esta autofalacia desinterpretativa.
