La intención comunicativa no es suficiente, se necesita entender al receptor del mensaje para lograr que sea efectivo. Transmitir una idea, un pensamiento, un acto del habla, está mediado por el contexto comunicativo. El pasó rotundo fue el cambio de los modelos retóricos y lógicos filosóficos a los modelos lingüísticos en el hacer literario. Las bases estructuralistas dotaron de modificaciones epistemológicas al hacer con el lenguaje. De ahí entonces que la configuración de condiciones comunicativas más o menos óptimas fueran posibles para entretejer las articulaciones de vasos comunicantes y diálogos en cualquiera de los sentidos humanos. Pero la intención comunicativa, el mensaje, el contexto y el efecto de estas tres instancias no es de un solo sentido y dirección. La polisemia, la homofonomía, la sinonimia, entre otros fenómenos dan cuenta de cómo el uso del lenguaje cuenta con una estructura no necesariamente clara.
En esa medida, hay que incluir en esta reflexión la diferencia entre el lenguaje escrito y el lenguaje oral, clave de comprensión de formas de conocimientos divergentes, con utilidades y fines distintos, con cargas históricas cambiantes, con apreciaciones y significaciones igualmente variables. En el caso de las formas escritas el alfabetismo específico define los rasgos y componentes de un acto de escritura, un hecho de concreción materializada de la lengua. Esta marca gráfica de memoria permite ajustar, conociendo el código de su idioma, la función de lectura del sistema que ahí está plasmado. En la oralidad, en cambio, los piezas del lenguaje nacen y terminan, mueren, son agónicas, se extinguen después de ser dichas o recitadas. Son entonces intenciones distintas las que dan estructura al lenguaje oral y al lenguaje escrito, intenciones que se refieren a las condiciones sociales en las cuales cada una de estas prácticas del lenguaje se expresa.

Es importante entonces advertir los rasgos de un conjunto de saberes, conocimientos y prácticas con base en las tradiciones escritas y otras con base en las tradiciones orales. En nuestro presente hípermoderno y digitalizado la combinación entre ambas formas es indisociable del recurso de otras formas de lenguajes presentes en el actuar y hacer cultural humano: imágenes, sonidos, edificaciones, elementos paisajísticos, formas de conocimientos ecosístemicos, video y cinematografía, por nombrar algunos. El territorio de lo escrito como una forma histórica hegemónica del saber parece entonces restringirse a componentes culturales insertos en elaboraciones culturales que van más allá del alfabeto grecolatino y sus derivaciones en lenguajes romances o en lenguas alfabéticas. No por nada Saussure recurría a ejemplos de lenguas modernas y antiguas, latín por ejemplo, para ejecutar su dispositivo científico. La hegemonía de lo escrito, por ejemplo, parece no tener ninguna efectividad frente a la dimensión de la oralidad adquirida con las técnicas y formas de la antropología visual, por ejemplo. Un video de un grupo indoamericano realizado por ellos mismos y con sus propios fines tiene un sustente de legitimidad epistemológica distinto de una etnografía por un “antropólogo” formado, crecido y proveniente de alguna sociedad industrial occidental. En esa medida, además, hay que advertir que la cultura escrita no es de un sentido único ni tiene un rasgo teórico-práctico no cambiante. Eso que se identifica como el grafolecto, o el diálecto escrito de un estado de la lengua, es igualmente variable, aunque las formas impresas derivadas del industrialismo y capitalismo de la imprenta parezcan haber estandarizado a una forma unívoca estas realizaciones grafolécticas.

Por lo tanto, advirtiendo el conjunto de los estímulos de lenguaje posibles de acceder en nuestra era hípermoderna digital antropocénica, el meme ejemplifica con mucha potencia un recurso simbólico de metaforización iconográfica y de realización alfabética. El tejido cultural que incluye las posibilidades de lectura de los memes es un dispositivo que ya no se ancla en la dicotomía diferencial entre oral y escrito o entre escritura e imagen, sino que añade a la lectura, contra los formas doctas, otro dispositivo de intencionalidad del lenguaje, en este caso visual y escrito a la vez. El desconocimiento de las referencias, esa importancia de nuestra era de pastiche infinito, hace generar vacíos de información que no permiten la comprensión del lenguaje memético. En un polo distinto nuestro ejemplo del video autoetnográfico de algún grupo indoamericano, afroamericano o de grupos de clases subalternas (infancias, vejeces, grupos con capacidades diferentes, comunidades LGBTTTI, mujeres, entre otros) hace distinguible un antagonismo de orden comunicativo respecto a otra forma audivisual, en este caso más vinculada a la oralidad, frente al ejemplo del meme. El cinematocentrismo, la cinematocracia es otra de las formas de las formas mediante las cuales la tecnificación ha roto las dimensiones de univocidad comunicativa, en la posible apertura, democratización y masividad del acceso a instrumentos tecnológicos que permiten viodegrabar y registrar, cinematográficamente, el hacer. En esa medida, alfabetocentrismo y cinematocentrismo son formas culturales con eficacias comunicativas excluyentes, aun cuando no pueda existir el acceso a la tecnología audiovisual sin un grado de alfetismo, pero no en el caso contrario. Es inútil, por tanto, jerarquizar las formas de expresión comunicativas, particularmente en nuestra tiempo de pastiche infinito, donde conviven, se reutilizan, se implementan y mezclan, una totalidad inabarcable de formatos culturales. En la lógica de las modernidades históricas la edad de la escritura permitiría muy bien establecer rupturas en las formas del lenguaje expresivo, como cronología del desarrollo de los estilos del pensamiento, el arte, las ideologías, las mentalidades, las realizaciones culturales, entre otros aspectos.

Finalmente, también existe una fotografocracia, una musicalocracia, una arquitecturocracia, una ecosistemocracia, una logocracia, una filosofocracia, no siempre distinguible. De ahí, por lo tanto, que las formas del poder injertas en los lenguajes y sus expresiones no sean siempre excluyentes e impermeables, sino que potencian los aspectos discursivos y sus formas de politizar los mensajes. Por ello, en un ordenamiento hipotético de la expresividad, la edad de la escritura no se acaba cuando llega a edad de la imagen, ni ésta termina cuando llega la edad del cinematógrafo, ni éste termina cuando llega la edad de las interconexiones web, sino que se acumulan en una entropía y caos cultural. La dificultad inherente es tener un criterio desde el cual realizar los actos comunicativos y asumir una función comprehensiva de la expresividad humanamente alcanzada hasta hoy.

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