Nuevas modalidades de medios saturan el reto de lo viral: tik tok, facebook watch, you tube, etcétera. El microblogging audiovisual conmueve las formas más anquilosadas de la expresividad para dar paso a la renovación del live or let die, del vivir actualizado. En el fondo lo que impera es una inconsciencia de la historia de las tecnologías, por no decir el auge del cinamatocratismo más ramplón divulgado. Porque al final se trata del mito falsificado de una oralidad que da cuenta de expresiones que circundan la inventiva y retórica más pletórica. Es ese punto del poder del cinamatógrafo que cambia el fonema y el grafema por el fotograma. Pequeño problema cuando nos inclinamos por las versiones decoloniales, pues al final si no su logró la alfabetización lecto-escrita sí se puede lograr al audiovisual en sectores anteriormente desprovisto de canales, medios, modos y conductos expresivos. Pero en sí, esta cinematocracia, así en teoría, representa una longeva tradición occidental que se inca ante los desarrollos tecnológicos y que da pie a que otros sean los constructores de las versiones posibles de decir, identificar, plasmar. Esta cinematocracia, tan recurrente en pueblos indígenas, autores nóveles, exploradores originales de temas documentales, realizadores de ficción, autómatas de pantallas, no es otra cosa que una falsificación democratizante de lo decible. Cinematocracia cuyas profundas huellas simbólicas son circundadas por la tecnificación occidentalizante, por el anything goes posmoderno, por el acto testimonial de celulares, cámaras, viodegrabadoras, tejido exoepitelial que da cuenta de nuestro inmenso vacío. Y luego, la cinematocracia nos orilla a lo público, pues importa no nada más el registro de los hechos o su versión, sino el publicarlo, hacerlo visible, viralizarlo. La falsificación democratizante de la cinematocracia niega los requerimientos de un alfabetismo elemental, el del papel y la pluma, cuando obstruye los circuitos comunicativos que se basan en esa tecnología arcaíca, inútil y cuestionable, por colonial, de lo escrito. Pero en el devenir cronológico de las tecnologías la cinematocracia no representa más que una falsa modernidad o innovación, una falsa democratización de los medios y modos de expresión para que ciertos miembros de ciertas sociedades puedan comunicar ciertos mensajes. Al final se trata del simulacro de sujetos sociales subalternos, ninguneados, obstruidos, pluralizados en su ser no dicotómico. Se trata de la legitimación, occidentalmente posmodernista, de cualquier voz. Y no es, en defensa mío, la apología a ultranza de lo que sí debe ser escuchado de lo que no, de lo que sí debe tener cabida en la expresión frente a lo que no. Se trata, más bien, de asumir que esta cinematocracia potencia discurso, algunos de ellos cuestionables. Por ejemplo el pornográfico. ¿Qué es más accesible para un niño de 12 años que un sitio porno en internet? Pero en las lógicas del mercado de consumo cultural la cinematocracia ha permitido toda una serie de expresiones, en sintonía con la distemporaneidad o lo no contemporáneo, para abrir a un relativismo absoluto el espectro de lo expresivo. Si es válido, legítimo, valioso asumir un relativismo que soslaya cualquier tipo de expresión audiovisual, ¿por qué no sería válido cualquier tipo de escritura, incluso la que no sigue las normas ortográficas? Este ejemplo referiría a una dimensión del grafolecto, pero esa es una narración para mi alfabetocentrismo, hoy no necesario en este comentario. La cinematocracia, que también sostiene formas tradicionales, instituye una iconología e iconografía, una identidad y una forma de vida, una cultura, cuyos recursos son, necesariamente, los tecnificados occidentales. Si bien todo esto no deriva en una sana convivencia de algo, sí representa un intento por hacer observable que la cinematocracia es una edad tecnológica de las modernidades históricas posterior a la edad de la escritura.

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