El culto a la muerte es innegable. A la muerte y a los muertos. El sentimiento de la muerte es cosa distinta. La necropatía es esa sensibilidad hacia lo humano finito, finalizado. Puede ser un culto a los antepasados o un culto a la violencia mortuoria. La necropatía representa una de las dualidades civilizatorias que marcan el significado de los útiles simbólicos y prácticos. Nos hablan mucho de necronarrativas pero no intuyen, o eso parece, que se trata de expresiones necropáticas. Igual el auge y explosión de las formas de la memoria son necropáticas, cultos del sentimiento de los muertos. La violencia sistémitica de la modernidad, posmodernidad, posindustrialidad, orilla a efectos de este tipo, pero es una práctica y ritualización que viene de antiguo. La historia como magister vitae es parte de la formación de este complejo cultural, de la necropatía histórica. Es decir, el culto a los antepasados por sus hechos y por sus hazañas no es otra cosa que un sentimiento de su muerte, de su ausencia, de su haber sido y no estar más presentes. La necropatía puede claramente quedar representada con la imagen de Cristo, un hombre, sacrificado, muerto, que sirve de motivo para la vida extraterrenal. Pero no soy lo suficientemente conocedor de esta tradición. Lo que sí es apreciable es la institucionalidad de la necropatía, el culto a los muertos como res magistrae, cosa de maestría. No en vano, por ejemplo, la biblia enuncia a los predecesores, las genealogías de los hombres que dieron forma a otros hombres, para fundar su linaje y dar valor a su sangre.
Por otra parte está la necrocultura, la cultura de la muerte, que es distinta del sentimiento de la muerte, paradójicamente, porque la necrocultura, que no es sólo la narración de la necropolítica, representa una forma muy pulimentada de la cultura posindustrial. El desarrollo armamentista, la mitología de la guerra, las rivalidades nacionalistas o regionalistas, el afán por la supremacía, son rasgos de esta necrocultura. Cultura que exalta y promueve, por ejemplo con los video juegos, el valor de las armas, las disputas a muerte, el asesinato, la competencia hasta las últimas consecuencias. Necrocultura que se acompaña de su necropatismo en distinto grado y medida cuando se exalta el recuerdo de un “hombre digno” de recordarse, una figura o estrella, una escritor, un artista. Pero la necrocultura, filtrada con el sensacionalismos de un Rambo o un Van Dame, con esa hollywoodisación de las artes marciales, está basada en el poderío patriarcal de la guerra. Esta necrocultura, el culto a los muertos, lo muerto, lo mortal, es un elemento simbólico que dota de significado el hacer contrario, la asepsia, la biomedicina, el engendramiento, la negación de la vejez, la búsqueda de la eterna juventud.
Necropatía es tanto rendir homenaje a John Lennon en su aniversario luctuoso como las personas que aparecen diariamente en la nota roja, un afán, un sentir, de la muerte, de lo finito que es la vida, mediado por factores simbólicos como lo son la violencia, la estructura socioeconómica, el parentesco, la historia de vida e institucional, entre un vario grueso de características. Necropatía que puede oscilar del miedo a la muerte al desafío a la muerte, como en los deportes extremos, que puede pasar de la negación de la muerte a la búsqueda de la muerte, voluntaria o involuntaria, como elementos de las contradicciones culturales del sistema mundo occidentalizado. Necropatía que significa contrastar significados entre o decible o meritorio de decirse y lo no decible, lo no legítimo, no necesario de conocerse, saberse, difundirse. No es entonces una simple situación la necropatía es la consagración pulimentada de siglos y siglos de un culto a la muerte que trasciende fronteras y que se apareja con el desarrollo industrial como fase de aniquilamiento, pugna y guerra. De ahí, por ello, que la necrocultura promueva los valores heroicos como símbolos de salvación, como la libertad, el amor, la compasión, pero negando en sí sus propios asideros necropáticos. Es decir, necrocultura que orilla a ver en la muerte no un fin natural o último sino una catástrofe terrorifica, necrocultura que niega el paso del tiempo para hacer que mujeres de 60 años, como Maribel Guardia la actriz costarricense, parezcan jovencitas de 35 por su cuerpo y figura. Necrocultura necropática que niega las condiciones per se de la vida misma, no como la teleología de la cristiandad, la vida después de la muerte, gloriosa y paradisiáca, sino la vida, más que como promesa, como acto del carpe diem y como fórmulación de los límites que atañen al hacer de nuestra especie. Necropatía que es también patriarcal, necrocultura que es igualmente imposición de lo reconocido, de lo decible y de lo rememorable, cada vez más dentro de agendas institucionales trasnacionales que dictan las conmemoraciones necropáticas legítimas. Necrocultura que se funda en el ejercicio asimétrico de las formas escalafonarias imperantes en la mayoría de los ámbitos del hacer humano en el siglo XXI. Necrocultura y necropatía que niega la infancia de los niños trabajadores en Malasia, para que una modelo checa pueda tener su último modelo de celular. Necropatía que se da baños de pueblo y que se baña de santidad cuando respalda causas y caridades en pro de otros sujetos colectivos para ocultar su propia identidad, como puede verse con Angelina Jolly y sus campañas y perfiles en pro de individuos carentes. Pero en esta lógica de negar el fin de la vida, que es morir, los imperativos necropáticos consisten en dar al mundo algo que sea lo suficientemente valioso como para ser explotado, replicado, imitado, reproducido. Necropatía y necrocultura que niega las desigualdades estructurales de siglos para colocar en el centro de acción a otros sujetos históricos, como las mujeres por ejemplo, para dignficarlas pero sin cambiar su actitud ante esta necrocultura, esta necropatía, este sentir, este vivir, la muerte, aunque se trata de la ajena, nunca de la propia.
