De mis vanos esfuerzos, ignorantes y ramplones, decididamente me identificó en una etapa cultural anterior a la cinematocracia, el imperio de lo audiovisual. Hay motivos, en esa medida, para insertar mis pensamientos en modelos anacrónicos del pensamiento, modelos alfabetocéntricos. Al final, soy un literatófago, neologista y anarquista de la lengua. Pero la cinematocracia consiste en el sabio dicho una imagen vale más que mil palabras, aunque esto remita igualmente a la fotografocracia, una etapa previa en una genealogía inexistente de los modos de expresión. En el año 2010 el difunto Rafael Corkidi dijo que el cine había muerto a propósito de la película de Avatar. En realidad se ha refuncionalizado y lo que ha muerto no es en sí el cine sino los viejos moldes de hacerlo. Esta cinematocracia, el poder absoluto de lo audiovisual, es legitimado como un instrumento de oralidad, que al fin de cuentas es pleonásmico, o diferencial, de la propia oralidad pues queda un registro de ella. En la perspectiva histórica, etnológica y antropológica, son estos registros los que permiten construir relatos, estudios y proyectos de historia cercana, de antropología y etnología reciente, incluso de sociología de la cultura y del consumo. Como saben no creo únicamente en un tiempo sincrónico contemporáneo, sino más bien en la heteroglosia distemporánea, pero mis posicionamientos críticos a la posmodernidad me orillan a ver algo más que un simple relativismo cultural. En tal medida, la cinematocracia en su desarrollo de los últimos años ha privilegiado el microblogging (co reels de Instagram, Facebook, el último Tik Tok, entre varias plataformas), desmontando aún más el tan cuestionado alfabetismo de las sociedades industriales. En este cinematocratismo existe igualmente un conjunto de lenguajes (visual, sonoro, fotográfico, de producción y guonismo) que perfilan ensambles y codificaciones visuales condensadas en fotogramas o simbolismos. Pero si desde el actuar y pensar posmoderno nos enfrentamos a la inexistencia actual de la originalidad y al recurso del pastiche, la intertextualidad y la encriptación de los mensajes, la cinematocracia recurre a los unversos compositivos de la competencia lingüística y cultural envueltos en el tecnocratismo, el escaparate o la museíficación del momento, el voyeurismo documental y las demandas de los mercados de consumo cultural, sean cuales sean. Sin embargo, ojo, estos mercados se decantan en gradientes hegemónicos, de estandarización, divulgación, comercialización y legitimación. Hace 20 años hacer antropología visual no era algo tan recurrido ni valorado. Hoy cualquiera con unos cursos, algo de capital y lecturas, trabajo arduo y suficiente inteligencia etnográfica hace un documental. Por ello, este cinematocratismo responde a una desalfabetización, a una disgrafismo escrito, una simple clik, un simple cut, una materialidad en bruto de registro de lo humano por lo humano mediatizado por una videograbación. Esta mediatización sostiene ópticas, visiones, estereotipos, condicionamientos ontológicos, formas políticas, intencionalidades, construye opinión, discursos, respalda o anula movimientos, luchas, valores. Es el poder unilateral del género audiovisual que mantiene en su anclaje el desaprendizaje de la lectura, la escritura, el alfabetocentrismo de edades pasadas, para dar una dimensión simbólica y de resimbolización al lenguaje. No ser parte de esa cinematodemocracia hace tener una cultura e identidad mutilada, reducida de referentes, de expresiones y de conductas de consumo. Es también el boom caricaturístico y esa cartoon postmoderniry que engloba al menos el fin de la guerra fría hacia 1989 y hasta al menos el año 2010. En sintonía con este cinematocracia su diversidad expresiva incluye videojuegos y formas equiparables en las interfases mediatizadas como las videollamadas. Así, el régimen totalizador de lo audiovisual inscribe en el día a día dosis inaprehensibles, inagotables, infinitas, inabarcables a la metafísica internética. De ese modo, no ver la película del momento es no vivir el momento, no ver el partido del momento es no vivir el momento, no ver las noticias del momento es no vivir el momento, no grabar el momento es no vivir el momento.
La lógica de la lengua escrita, en cambio, como primera forma de virtualidad (simbólica, verbal, conductual, cultural) indica entonces una dimensión de lo momentáneo elidida ya en el cinematocratismo, la de la acumulación, linealidad sintagmática y estructuración paradigmática de la lengua, la posibilidad de reactivar los códigos pasados aunque el emisor del mensaje no esté presente. Este potencia de lo escrito está soterrada en el cinematocratismo, porque es parte de lo no dicho, lo no mostrado, lo no revelado, para la tensión del espectador y su consumo ficcional o no. Por ello, el alfabetocentrismo, superado primero por la fotografía y el radio, después por el cine y la televisión, finalmente y últimamente por la web y los desarrollos tecnológicos, ostenta una edad cultural poco activa, profundizada y vertebradora del día a día. Mejor vea el vídeo, escuche y aprenda. En ese sentido, para una de mis divagaciones próximas, la desinstitucionalización del saber resulta una de las monedas de nuestros tiempos.
